El aviso I

Celeste y Luna pasaban mucho tiempo juntas.

Había una vez en el País de las Cuatro Estaciones, una casa donde vivían el mago Melquíades, su esposa, el hada Amanecer y sus cuatro pequeñas hijas.

Eran muy felices porque tenían todo lo que podían desear: dulces frutos en el bosque de la primavera, agua fresquísima en las cascadas del verano, mullidas camas de hojas en el valle del otoño y mucha diversión con la nieve de las praderas del invierno.

La familia se levantaba temprano a cumplir los deberes que cada uno tenía asignados. El hada Amanecer les servía en el desayuno hojuelas y leche de unas vacas miniatura que sólo habitaban en ese país. Después de trabajar, a medio día, se reunían para comer y platicaban de sus actividades; de vez en cuando las haditas eran regañadas por alguna travesura. Luego, descansaban un rato, lavaban los platos y salían a jugar.

A la mayor, Celeste, le gustaba juntar flores con la más pequeña, el hada Luna. Roble y Ámbar preferían correr sobre las piedras y cazar mariposas hasta quedar rendidas sobre el pasto.

Con frecuencia las más jóvenes terminaban jugando a las escondidas mientras Celeste las cuidaba para que no se perdieran o escuchando un cuento que ella les contaba repartiéndose para mesarles el cabello a las tres.

Un día estaban arriba de un árbol enorme cortando nueces que pasaban a la canasta de la pequeña Luna. La más hábil para pasar de una rama a otra era Roble. Las otras hermanas se esforzaban por alcanzarla entre risas, pero sabían que si ella se lo proponía, no podrían ni llegarle cerca.

De pronto, el cielo se oscureció. Ámbar notó que era una tormenta de las que venían del rumbo del verano, así que no duraría mucho pero sería intensa. Celeste, que sabía reconocer de lejos el rumor de los relámpagos, las apresuró a volver a casa.

Una vez dentro, a salvo con sus padres, un ventarrón empezó a soplar. El hada Amanecer cerró las cortinas, murmuró algo al mago Melquíades y éste se retiró a la alcoba de ambos; entonces condujo a las haditas a su cuarto para arroparlas. Aunque sonreía, a ellas les pareció que su madre estaba a punto de llorar. Antes de apagar la luz, ella les recordó que debían dormir temprano porque al día siguiente prepararían la fiesta de cumpleaños de Luna. Las haditas fueron buenas y se durmieron pronto.

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