El encuentro con los pájaros VI

Mientras tanto, Roble se había detenido a descansar en donde se juntaban las copas de varios árboles, bajo el cielo nublado. Se tendió de espaldas, apoyando su cabeza sobre los brazos y sonrió satisfecha de su primera sesión de vuelo autodidacta. Desde lo alto había visto muchas cosas desconocidas. Se había detenido para observar algunas; otras, las había dejado pasar. Conoció animales insólitos, enormes o pequeñitos. Comió bayas de las que antes no había podido alcanzar. Unas vocecitas chillonas la sacaron de su introspección. –Ííííííí, ííííí. -¡Son ustedes! Me asustaron, -exclamó llevándose la mano a uno de sus bolsillos. Ahí había cuatro pajaritos hambrientos. Los había reconocido desde que los vio, mientras volaba. Parecía que se hubieran caído del nido, pero la verdad era que no se veía ningún nido cerca. No estaban lastimados, ni llamaban a su mamá. Parecían esperarla a ella, quien les había dado de comer ya una vez antes. Sacó las bayas restantes de su almuerzo y se las dio. Mientras los veía comer, se dio cuenta de lo diferentes que eran entre ellos. Bueno, dos eran igualitos, los más pequeños. Tenían ojos enormes y parecían más inquietos que sus hermanos, con las alitas siempre dispuestas en actitud de vuelo: serían unos atletas, igual que ella. Los otros dos tenían una expresión de desconcierto, pero no parecían preocuparse mucho de nada. El más grande era el más alegre y tenía el pico más delicado que los demás, lo que lo hacía parecer el más guapo. La única hembra tenía los ojos color miel, era pequeña y frágil. Cuando terminaron de comer volvió a ponerlos en su bolsillo para que no se fueran a resfriar y emprendió el vuelo de regreso al País de las Cuatro Estaciones.

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